lunes, 19 de octubre de 2015

Lo Común, la masa y el individualismo (II)


Seguimos abriendo líneas de comentario y debate a raíz de la presentación del libro de Dardot y Laval, Común: ensayo sobre la revolución en el siglo XXI (Instituto Francés de Barcelona, calle Moià,  lunes 19 de octubre a las 19 horas

Dardot y Laval, como decíamos en la entrada anterior de este blog, plantean una genealogía del término “común”, cuyas raíces son ya venerables a pesar de que su uso actual – que ellos califican de “estratégico” – se remonta a las luchas de las dos últimas décadas contra la extensión del régimen neoliberal y sus procedimientos invasivos. Frente a estos procedimientos, que tienden a englobar todos los aspectos de la vida humana, individual y colectiva, en una lógica de mercado, está en juego la posibilidad, incluso del deber, de definir y defender todo un ámbito que debería ser protegido, en algunos casos rescatado, de la lógica destructiva de un sistema que ha demostrado claramente ser incapaz de autorregularse – en contra de lo sostenido por sus entusiastas propagandistas – y que tiene, por lo tanto, efectos destructivos entre los cuales se destaca un aumento creciente de la desigualdad.

Por otra parte, en el uso actual del término común está en juego, en palabras de los autores, la decisión de “volver la espalda definitivamente al comunismo estatal” (1), teniendo en cuenta los fracasos que esta forma de gobierno cosechó y considerando que estos no fueron debidos tan solo a condiciones históricas particulares, sino a cuestiones de planteamiento. De este modo, lo común no es en absoluto una forma de relanzar un proyecto comunista estatal, sino de optar por su superación, reconociendo que sus desviaciones autoritarias no fueron un mero accidente.


Común sin comunismo entonces. Pero ahí empiezan las dificultades para encontrar un fundamento político a una noción de comunidad que ya no puede recurrir a la noción del proletariado como clase capaz de protagonizar la superación del sistema capitalista. Es aquí donde Dardot y Laval hacen una gran aportación al llevar a cabo un estudio exhaustivo de los presupuestos teóricos, a veces explícitos pero muchas más veces implícitos, del uso del término "común" en distintos proyectos políticos, a menudo en contextos de luchas altermundistas o ecologistas.

Concluyen entonces que muy frecuentemente, en las propuestas en cuestión, lo común se justifica por la existencia de una serie de objetos del mundo que, por su propia naturaleza, exigirían ser considerados comunes (por ejemplo, el agua, etc.). Y ponen de relieve las contradicciones a las que conduce este tipo de premisa esencialista, incapaz de responder a los argumentos de eficacia esgrimidos por los partidarios de las soluciones neoliberales.

Por otra parte, critican también el uso de otro tipo de argumentaciones – a veces en combinación con las anteriores – en términos de un sujeto de lo común pensado en una perspectiva universalista, como si se pudieran definir como evidentes los intereses compartidos por la humanidad como tal. Así, lo común se justificaría por la comunidad humana misma. Pero, como ellos mismos señalan, este tipo de proclamas universalistas no tienen ninguna aplicación en una época en que la globalización económica es la única forma de universalidad que se sostiene relativamente, mientras que en otro nivel se produce, a modo de reacción, un aumento progresivo de particularismos culturales, nacionales y religiosos.

En resumen: ni hay un objeto de lo común previamente definido como tal, ni un sujeto de lo común que se imponga. No es posible, por tanto, recurrir a definiciones no problemáticas de la clase de cosas que se deberían salvar de la lógica del mercado, tampoco a abstracciones como “pueblo”, “nación” o “comunidad” a modo de entidades que se pudieran postular a priori como agentes de una política de lo común.

¿Y entonces?

De la subjetividad neoliberal a la subjetividad de lo común

Pero esto, que podría parecer un callejón sin salida, es lo que hace más interesante el análisis de Dardot y Laval. Para entender bien de qué se trata, conviene remontarse a su anterior trabajo, La nueva razón del mundo: ensayo sobre la sociedad neoliberal (Gedisa 2013). Allí muestran que el neoliberalismo es una construcción compleja, uno de cuyos puntos fundamentales consiste, por un lado, en la producción activa de una forma de subjetividad; y por otro lado, en la justificación de la propiedad privada entendida como derecho fundamental inalienable y base de todo el edificio social. Es esta definición del sujeto social y de su objeto la que permite la progresiva sustitución de las leyes por contratos privados, que dan por supuesta la igualdad entre las partes, y la reducción de toda regulación a las leyes del mercado y la competencia generalizada.

¿De dónde parte el sujeto que está en juego en el liberalismo y luego con más fuerza aún en el neoliberalismo? Dardot y Laval, buenos conocedores de Bentham (2), sitúan su origen en buena medida en el utilitarismo, proyecto político y jurídico (lo uno no va sin lo otro) que en un principio tuvo una orientación antiautoritaria, incluso progresista. Pero que, en todo caso, representó una verdadera bifurcación respecto de las tendencias universalistas que en su misma época defendieron los teóricos de la Revolución Francesa.


En efecto, para Bentham, las leyes son ficciones, cuya finalidad es regular en lo social el acceso de los individuos a aquello que satisface sus deseos individuales proporcionándoles un placer que es medible, incluso cuantificable, y alejarlos en lo posible de su contrario, el dolor. La mayor felicidad para el mayor número es el principio, supuestamente, de una buena acción política.

Ahora bien el problema es que esto supone una sociedad construida sistemáticamente a partir de un individualismo consagrado y legitimado, y supone igualmente que la medición de la satisfacción de los deseos individuales se puede llevar a cabo en términos puramente económicos, incluso monetarios. Las reglas morales son denunciadas como falacias y la avaricia (usury) legitimada como expresión de un deseo de satisfacción que se justifica por ser la expresión más directa de la naturaleza humana como tal (3). Frente a esta inmediatez del goce de cada uno, toda idea de comunidad más o menos universal de los hombres se convierte en una mentira, como el propio Bentham no dejó de decirles, en todas las oportunidades que tuvo de hacerlo, a los revolucionarios franceses embarcados en sus proyectos idealistas, entre los cuales la Declaración universal de los derechos del hombre.

Se puede considerar esto, como ya hace mucho planteó Lacan (4), como un momento clave, un verdadero viraje en la historia de la civilización, en el que se ponen las bases de una nueva definición del sujeto y de la ética que rige las relaciones entre los seres humanos y en las sociedades por ellos creadas.

En este sentido, el énfasis que hacen Dardot y Laval en la producción de una nueva subjetividad como elemento fundamental del discurso neoliberal (que lleva hasta las últimas consecuencias las premisas del utilitarismo liberal, sustituyendo cierta tendencia a una inhibición regulatoria por un activismo legislativo destinado a transformar el conjunto de lo social de acuerdo con presupuestos muy estrictos) los sitúa en un terreno en el que, más allá del apoyo que encuentran en algunas elaboraciones de Foucault sobre la biopolítica, no pueden ser indiferentes a las aportaciones del psicoanálisis. De hecho, ellos mismos hacen algunas referencias a Lacan en La nueva razón del mundo, mientras que en Común recurren de un modo sistemático, hacia el final del libro, a Castoriadis.


Ficciones, semblantes, discursos

La verdad es que hubieran podido tomar más elementos de Lacan. Su conocimiento profundo del concepto de “ficción” en Bentham les hubiera podido conducir a interesarse por la lectura que de él hizo Lacan y de cómo lo tiene en cuenta posteriormente en su teoría de los discursos, uno de cuyos elementos, el “semblante”(5) (en francés semblant) no carece de relación con dicha lectura. Seguramente hubieran podido beneficiarse de ello para situar un poco mejor algo que a su manera formulan muy bien: que los discursos que circulan en lo social no son meros medios de comunicación de realidades entre sujetos previamente existentes, sino que son productores tanto de objetos como de subjetividades. Y que uno de los elementos de esta operación de producción tiene que ver con la regulación, también el formateado, de lo que Freud llamó la pulsión.

Así, la opción utilitarista benthamiana de introducir un postulado sobre la posibilidad de cuantificar la satisfacción y por ende la felicidad en términos económicos, dando así un paso decisivo para constituir a la economía como ciencia fundamental del hombre y de la civilización, no es una descripción de una realidad previamente existente, sino una contribución significativa para la creación de una realidad.

Se trata, entonces de una operación de discurso que contiene una de las claves de la realidad que, cada vez más, se ha ido imponiendo y que ha encontrado en el neoliberalismo un modo de extenderse de un modo coherente, estricto y que no deja de lado ninguna realidad humana.

A esto, Dardot y Laval responden en toda lógica: si el neoliberalismo ha sido capaz de desarrollar una nueva subjetividad, hay que pensar lo común como un discurso igualmente capaz de producir, cada vez que se efectúa, una subjetividad alternativa.

Dedicaremos otra contribución a discutir este punto.


Notas

(1) P. Dardot y Ch. Laval, Común, op. cit. pág. 21. De hecho, este dejar atrás el comunismo ha sido fuente de tensiones, en España, entre Podemos e Izquierda Unida, algunos de cuyos miembros han acusado a los de Pablo Iglesias de ser "anticomunistas". A la izquierda tradicional española le queda un trecho para asumir ciertas lecciones de la historia. Y a la nueva, que el tema "nacional" es un campo minado.

(2) Ch. Laval, Jeremy Bentham et le pouvoir des fictions, PUF 1994.

(3) Es imperdible el opúsculo de J. Bentham En defensa de la usura, Sequitur 2009.

(4) J. Lacan, El Seminario, libro VII, La Ética del psicoanálisis, edición establecida por Jacques-Alain Miller, Paidos 1998.

(5) Semblante se podría traducir por "apariencia". En francés forma parte de expresiones como "faire semblant de" (aparentar). En inglés resuena con la expresión "make believe".

domingo, 18 de octubre de 2015

Lo Común, la masa y el individualismo (I)


Ante la presentación, mañana lunes (19-10-15 a las 19 h.), en el Instituto Francés de Barcelona, del libro de Pierre Dardot y Christian Laval, Común: ensayo sobre la revolución en el s. XXI, Gedisa 2015, propongo unas líneas para el debate con los autores


Pierre Dardot y Christian Laval, en su excelente trabajo, llevan a cabo un análisis crítico de la noción de “común”, que como todos sabemos ocupa un lugar fundamental en las propuestas políticas contemporáneas, muy especialmente en España (Podemos) y de un modo muy concreto en Barcelona (Barcelona en Comú).
Antes de entrar en el detalle de sus planteamientos, algunas reflexiones preliminares para situar desde dónde los leo – y desde dónde recomiendo decididamente su lectura.

Cuando pensamos en lo que caracteriza a la política actual, hay términos que inevitablemente se nos hacen presentes: en primer lugar, el de “masa” o “masas”; en segundo lugar, el de “multitud”; en tercer lugar, el de “común”. 

El primero de ellos fue empleado ya por teóricos que, en el primer cuarto del s. XX, se ocuparon de analizar fenómenos políticos que por entonces eran nuevos, en los que cantidades muy grandes de individuos intervenían en actos políticos (sin olvidar las guerras), de acuerdo con una dinámica posibilitada por los nuevos medios de comunicación – la prensa diaria en grandes tirajes y la radio.
La propaganda nazi de Goebbels pronto se convertiría, en lo que a esto se refiere, en un ejemplo de referencia... su uso magistral de la mentira, ya comentada en su día específicamente por Alexandre Kojève, sigue teniendo alumnos más o menos aventajados.

Curiosamente, ya en aquella época se dio cierto debate entre quienes hablaban de las masas como “multitudes” desorganizadas (Le Bon) y quienes destacaban los grupos muy grandes pero organizados (McDougall). Se trataba de un debate constituyente de la psicología social como nueva disciplina.

Esto debe llamarnos la atención, dado el nuevo uso que la palabra “multitud” ha recibido más recientemente, en particular a partir de propuestas como las de Toni Negri y Michael Hardt (en Imperio y Commonwealth, en particular).

Freud, en su artículo “Psicología de las masas y análisis del yo” (1921), plantea que en realidad, aunque se puedan encontrar y estudiar masas de cada uno de estos dos tipos, cualquiera de ellas, por desorganizada o episódica que sean en apariencia sus manifestaciones, responde a cierta organización: la identificación de un número indeterminado de individuos con un líder, en quien se depositan determinadas identificación ideales. Y, no sin ironía, compara la relación de cada uno de los individuos con el líder a la relación entre un paciente hipnotizado y su hipnotizador. Relación que, por otra parte, no carece según él de puntos en común con el debilitamiento de la capacidad de juicio característico del enamoramiento.

La suspensión de la capacidad de raciocinio no es algo que sorprenda a cualquiera que lea un mínimo de noticias sobre la actualidad política. El uso de las banderas, las consignas, las mentiras más sistemáticas, disfrazan los verdaderos programas, cubren el vacío de verdaderas propuestas o velan lo irrealizable de propuestas bien intencionadas pero poco viables.

Ya contamos con la suficiente trayectoria histórica para ver a qué conduce la política tradicional de masas. Es la que en gran medida nos ha conducido hasta donde estamos. Al nacionalismo en todas sus versiones (mucho más parecidas unas a otras de lo que los implicados suelen reconocer), a graves conflictos bélicos, a la segregación y a usos más o menos cínicos. Esto último, por parte de una serie de elites cuyo horizonte es en realidad cosmopolita, pero que saben usar la zanahoria adecuada para que personas ilusionadas, con un horizonte que va poco más allá de su lucha diaria por una vida un poco mejor, empujen la limusina de la historia en la que ellos van cómodamente montados al volante.

Ahora bien, ¿qué ha cambiado en las últimas décadas? Sabemos que algunas cosas parecen seguir igual, pero también apreciamos claras diferencias, sin saber todavía cuál puede ser su alcance práctico, qué consecuencias concretas pueden tener. Tenemos demasiado cerca ciertas “primaveras” políticas (árabes u otras) como para ignorar que es fácil pasar de una esperanza de lo nuevo a una repetición de algo muy parecido, aunque bajo formas que también son sutilmente novedosas.


El término “multitud” ha sido rescatado para designar formas de colectivos políticos posibilitadas y mediadas por nuevas formas de comunicación, como las redes sociales y, más en general, internet. Negri y Hardt han planteado que el tipo de comunidad basado en esta clase de medios, que de hecho influyen profundamente en la forma misma en que la sociedad se estructura y son inseparables de los nuevos medios de producción del capitalismo globalizado, introduce una semilla de subversión que lleva casi inexorablemente al fin del sistema actual.

Según ellos, el “capitalismo cognitivo” – en el que el conocimiento es el valor fundamental, además del medio principal de producción, siendo a la vez, en lo esencial, la mercancía producida – trabaja activamente y de modo casi automático al servicio de su propia superación, hacia su ocaso ineludible. Esto sería así porque, mediante las operaciones mismas que constituyen lo esencial de su sistema de producción, genera comunidades de saber que adquieren una fuerza creciente y que se independizan hasta constituir una fuerza política capaz de generar cambios históricos cruciales.

El término “multitud” destaca que este tipo de comunidad no funciona igual que la masa tradicional, ya que sus vínculos constituyentes no se basan en una identificación unificadora, sino en una red colaborativa de saberes.


¿Pero está tan claro que lo fundamental de la política hoy día haya dejado de pasar por estructuras de masa, aunque sus modos de organización hayan cambiado? No cabe duda de que algo se ha modificado, porque lo primero que se destaca en la mayoría de los análisis que se hacen de nuestra época es la soledad del individuo posmoderno, la fragilidad de los vínculos que en ella se crean, su liquidez, su movilidad. Todo lo cual no puede dejar de tener efectos en las fidelidades (e infidelidades) políticas de los individuos de nuestro tiempo, en su disposición y capacidad para entregarse a una causa poniendo en la balanza una parte de su tiempo de vida, de su esfuerzo y de su deseo.

Sin embargo, me parece más preciso decir, no que la soledad y el individualismo generalizado han suplantado a los fenómenos de masas, sino que, como algunos observadores han planteado, asistimos hoy a una nueva forma de funcionamiento colectivo, para la que el psicoanalista Eric Laurent propone lo siguiente: “En la época del individualismo de masa, existe un registro de soledad para todos” (1).

Por otra parte, este nuevo sintagma, individualismo de masa, no deja de recordarme una frase de Freud en su artículo de 1921, que bajo esta luz adquiere para mí otro relieve: “De este modo, la oposición entre actos anímicos sociales y narcisistas – Bleuler diría quizás: autísticos – cae dentro de los dominios de la psicología social o colectiva” (2).

En efecto, me doy cuenta de que siempre había leído (un poco) mal esta frase, como si Freud dijera que lo narcisista, incluso lo autístico, quedara fuera... pero no, ahora podemos ver que queda completamente dentro. Incluso en el corazón del sistema. El capitalismo avanzado, por otra parte, trata de explotar esto de un modo coherente.

¿Por qué la masa resiste tanto a su propia desagregación individualista? Creo que podemos decir, con Lacan, que ello es debido a que el vínculo de identificación no es la única explicación ni el único mecanismo de constitución de la masa (3). Otro mecanismo, quizás más fundamental aún, es el rechazo de otros. Los grupos se constituyen por exclusión y es esta misma exclusión lo que sostiene más profundamente la posibilidad de identificarse. 

Por eso, en la época en que las identificaciones son más débiles (por ejemplo, pocas personas están dispuestas a morir por una bandera), las identificaciones colectivas se sostienen mucho más puramente en el rechazo que en una verdadera afirmación. Los nacionalismos de todo signo conocen esto y explotan todas las oportunidades que les ofrece el “enemigo” (muchas veces falso) para, con ese mismo impulso, izar más alto su propia bandera. 

En realidad, dentro de cada grupo así constituido, sus miembros son profundamente independentistas. Vivimos en un independentismo generalizado. Por supuesto, cada uno tiende también a confundir su profundo individualismo con el rechazo del otro excluido, el enemigo. Pero cuando la tensión baja, lo que reaparece es el hecho más radical de que no hay ideal que se sostenga.

Ahora bien, ¿hay otro tipo de comunidad política que pueda salir de este juego infernal y paradójico conformado por la síntesis inestable de individualismo narcisista y alienación a una estructura grupal?
Aquí es donde entra la propuesta de “lo común”, de la que se ha usado y también abusado ampliamente por parte de toda una serie de propuestas políticas que buscan una alternativa a los impasses relacionados con la modalidad neoliberal del capitalismo y su mundialización; y también una alternativa los impasses propios, en este nuevo contexto, de los métodos por así decir tradicionales de lucha por la igualdad y lo que se sigue llamando emancipación.


Dardot y Laval llevan a cabo una minuciosa genealogía de esta noción de “común” y ponen de manifiesto que en su uso se disimulan muy a menudo errores de concepción que limitan gravemente su validez concreta en la lucha política.

Su crítica es muy fundamentada. Y tiene una finalidad política: proponer un tipo de comunidad política que supere los límites – entre muchas otras propuestas cuya inviabilidad demuestran – de la noción de multitud de Negri y Hardt, a la que le reprochan una adherencia a un optimismo marxista basado en la idea de que existen leyes históricas que trabajan por sí solas en la dirección del progreso.
Para nosotros queda por ver si su propuesta de lo común puede enfrentarse con un mínimo de eficacia al combate contra el individualismo de masa y sus leyes que, por ahora, parecen de hierro.

En una segunda entrega proseguiré mi comentario de su tentativa.

Notas

(1) Léase entrevista a Éric Laurent en http://www.telam.com.ar/notas/201311/41125-la-epoca-vive-una-fascinacion-por-la-violencia-contra-uno-mismo-y-contra-los-otros.html
(2) Sigmund Freud, "Psicología de las masas y análisis del yo", en Obras Completas, Biblioteca Nueva, trad. de López Ballesteros.  La frase está tomada de la introducción.

(2) El mismo Éric Laurent dedicó un año de trabajo de seminario a este tema. Está publicado en Paradojas de la identificación, Paidós, 2000.