martes, 21 de abril de 2015

Lo que pasa en las escuelas... y en otros lugares

Trincheras en la guerra del malestar en la cultura


Como comentaba ayer, siempre tenemos que ser cautos sobre las consecuencias a extraer de un incidente. Y, sin embargo, todo incidente se inscribe también en un marco general, algo que muchas veces les cuesta ver aún más a quienes están directamente concernidos por lo sucedido. De modo que estamos obligados a pensar y a encontrar vías posibles de interpretación. La verdadera prudencia tiene en cuenta ambas exigencias al mismo tiempo, no sólo la primera.

Ahora tenemos que dejar tranquilos a los profesores, alumnos y padres del Jaume Fuster, también a ese chico enfermo, protegerlos a todos sobre del acoso de los medios, porque necesitan su tiempo para elaborar eso tan terriblemente traumático. Y mientras, los demás tenemos que pensar, y mucho, en la escuela hoy. En lo que hacemos, o no hacemos, por ella. Todos.

Algunos comentarios que se han publicado hoy resaltan con mucha razón la pobreza de medios que afecta a las escuelas y los institutos, la presión con la que tienen que lidiar cotidianamente los profesores, un nivel de agresividad mucho mayor que en otras épocas, falta de reconocimiento por parte de ciertos alumnos y de no pocas familias...

Todo lo cual contribuye a aumentar la conflictividad, que no necesariamente se traduce siempre en actos violentos, pero ahí está, modifica algo de ese lugar fundamental en la vida de los jóvenes, lo tiñe de matices que a veces, de tanto que nos acostumbramos a todo, ya nos cuesta percibir. Pero las personas con dificultades importantes sí lo perciben, porque no tienen con qué filtrar eso, con qué protegerse, cómo no verse arrastrados por fuerzas que a los demás les pueden parecer leves pero que para ellos se convierten en muy poderosas.

Es indiscutible que toda una serie de figuras que tuvieron hasta hace poco mucho más reconocimiento social como transmisoras de un modelo de vida y de valores – entre ellas los maestros y los profesores – han sufrido en primera línea la caída de los ideales que representan. Y un síntoma de esta caída, constatada también en otros países de nuestro entorno, ha sido el aumento de muestras de falta de respeto, a veces leves pero repetidas, a veces graves, y también, de vez en cuanto, agresiones. Personalmente he recibido más de una vez el testimonio de profesores agredidos, no sólo por algún alumno, sino también, lo que es mucho más significativo, por parte de familias de algún alumno.

No digo que el caso de ayer sea un ejemplo directo de esto último. En absoluto. Incluso a cierto nivel puede ser un ejemplo de lo contrario. Me refiero a un cierto ambiente discursivo, general, en el que el maestro ya no es tanto, de entrada, una figura prestigiada, incluso reverenciada, sino alguien que puede ser vagamente percibido, en ocasiones, como un representante de una sociedad hostil. Y de esto no tienen culpa los maestros, sino lo que un modelo de sociedad hace, cada vez más, con la escuela. Un lugar de mucha presión evaluadora y de mucho fracaso. Fracasos en estadísticas, que vistos de lejos sólo parecen números, pero que vistos de cerca determinan mucho la vida de personas concretas, una a una. Un lugar donde integración y exclusión (en el grupo, en la sociedad) están a veces muy cerca, son una línea sutil que para algunos se convierte en precipicio subjetivo.

La escuela no es un lugar neutro, un dispositivo dispensador de conocimientos para preparar al niño o al joven para "su futuro laboral" – aunque muchos piensan que es eso... sobre todo cuando se trata de la escuela a la que van los hijos de los demás. La escuela es una institución y una institución profundamente política, en la que se transmiten muchas cosas. La imagen descafeinada que se quiere dar de ella es una trampa. Y cuando se la vacía de contenido, cuando se le quitan recursos, eso ya es en sí mismo, más allá de lo coyuntural de la crisis, una forma de concebirla y de transformarla en profundidad. Vaciar de contenido la escuela y empobrecerla es, de hecho, convertirla en un lugar donde no sólo se prepara, sino que se reproduce, esa guerra social "light" eufemísticamente llamada "competencia", cuya única regulación – ¡y falsa! – es el Dios mercado.

A pesar de todas estas condiciones adversas, a pesar de los efectos destructivos de la racionalidad neoliberal a nivel general y específicamente en la escuela y contra la escuela, los profesores hacen por lo general todo lo que pueden y más, como lo demuestran muchos ejemplos admirables. La suya sigue siendo una profesión muy vocacional, que tiene todavía más mérito por las condiciones aún más adversas en las que se tiene que ejercer hoy día.

No cabe duda de que nunca podremos evitar que se produzcan hechos aislados, porque el ser humano es imprevisible. Pero la dignificación de la escuela, el reconocimiento de su papel fundamental, la dotación de medios para que los profesores y otros profesionales puedan dedicarse mucho más a los alumnos y a pensar en su labor,  no sólo a evaluar y a ser evaluados, sí pueden contribuir a que haya menos posibilidades, no sólo de que ocurran este tipo de incidentes gravísimos, sino una multitud de hechos menos llamativos pero importantes que ocurren mucho más a menudo. Y que constituyen un caldo de cultivo.

Más todavía que lo que en ella se evalúa (con o sin informe PISA), en una escuela es importante lo que se dice, la cultura que se crea – en gran parte para contrarrestar muchas cosas que la rodean – también la que corre por los pasillos y se pone en acto en el recreo, la atención a las palabras y los gestos, también el lugar que los padres dan a la escuela en su vida y en sus conversaciones, el lugar que se puede conseguir dar entre todos a la diferencia, a las crisis de los jóvenes, a las que hay que poder prestar toda la atención. Digo hay que poder, porque obviamente eso son condiciones que los profesores no pueden crear ni favorecer ellos solos.

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